En el mes de abril de 1960, una larga caravana de automóviles llenaba las carreteras de Brasil. Venían de todas las grandes ciudades de la periferia, y su punto de encuentro estaba en el centro del país, concretamente en el Estado de Goias: Brasilia. Al frente de esa larguísima fila motorizada iba el propio presidente de Brasil, Juscelino Kubitschek, sonriente, puesto en pie sobre un descapotable. Había ambiente de fiesta y un no disimulado orgullo que llegaría al máximo cuando Kubitschek dirigió la palabra a las decenas de miles de personas que se congregaron en la nueva capital. Con voz vibrante, un poco emocionada, el presidente aludió a los logros obtenidos por Brasil en los últimos años («en cinco años hemos avanzado cincuenta») y puso por testigo de la entrada de su nación en el reducido club de los grandes precisamente a la ciudad, aún sin habitar, que tenían delante de ellos.
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