Iglesia católica
Historia La primera comunidad de cristianos se originó en Jerusalén tras la fiesta de Pentecostés. Después de recibir los dones del Espíritu Santo, los Apóstoles comenzaron su predicación no sólo por Judea, sino por territorio de los gentiles, hecho que motivó las protestas de los hebreos, que veían en Cristo un profeta de la Ley Mosaica. Los cristianos fueron perseguidos por Herodes Agripa, que martirizó a Santiago el Mayor (41), tras el apedreamiento del diácono Esteban. El concilio de Jerusalén del año 49 declaró la necesidad de extender la nueva fe a todos los hombres. En la segunda mitad del s. I se escribieron los Evangelios, el libro de los Actos y el Apocalipsis. Durante todo el período apostólico de la Iglesia, tuvieron lugar las persecuciones romanas, que produjeron numerosos mártires, entre ellos san Pedro, en el año 67, y san Pablo. El Imperio Romano, al aceptar Constantino la nueva religión por el Edicto de Milán del año 313, favoreció la propagación del cristianismo por Asia Menor, Egipto, Creta, Tunicia, Hispania, S. de las Galias, Italia, Nórica, los Balcanes y Grecia. En esta época se desarrolló el sistema jerárquico y se convocaron numerosos concilios. Las herejías constantes que surgían frente al pensamiento cristiano ortodoxo fueron combatidas por hombres de ciencia y de fe, produciendo así la Iglesia sus grandes oradores y apologetas: Tertuliano, Hipólito, Orígenes, Clemente, Ignacio de Antioquía y los llamados Padres de la Iglesia: san Atanasio, san Basilio, san Gregorio Nacianceno y san Juan Crisóstomo, entre los griegos, y san Hilario, san Ambrosio, san Jerónimo, san Agustín y san Gregorio I Magno entre los latinos. Una vez conquistado el mundo antiguo, las invasiones bárbaras ofrecieron un nuevo campo de predicación. La Iglesia era poderosa, rica y feudal, y restablece la vieja idea del imperio en la cabeza del rey de los francos, Carlomagno. En el s. IX sobrevino el cisma de Oriente, que apartó de la jurisdicción de Roma a la mayor parte de comunidades orientales (Focio y Miguel Cerulario). Tras la caída del Imperio Bizantino y el auge del islam, los monarcas europeos acudieron a la llamada del Papa y organizaron las Cruzadas. A fines de la Edad Media, un nuevo cisma, esta vez en occidente, inició el período decadente del pontificado. La relajación de costumbres subsiguiente y el humanismo naciente originaron la Reforma protestante y la ruptura de la Iglesia alemana con Roma. Ésta inició su Contrarreforma con los pontífices Paulo III, Paulo IV y Pío IV, y otros la consolidaron con la aplicación de los decretos tridentinos. Pero la Iglesia católica hubo de disputar entonces el prestigio y los fieles con la protestante. El desarrollo del absolutismo regio en el transcurso del s. XVIII hizo que el clero nacional dependiese más del rey que del Papa, lo que dio al catolicismo un carácter de disgregación y se originó una nueva decadencia. Las disputas en el seno de la misma Iglesia eran incesantes (jansenismo, galicanismo, ultramontanismo) y el nuevo pensamiento racionalista chocaba abiertamente con la exposición del Evangelio. En el s. XIX, la Iglesia tomó conciencia del rápido viraje evolutivo que el mundo había experimentado en poco tiempo (revolución política, científica y social), y se preparó para revisar sus estructuras y posición, desorientada por la pérdida de su soberanía temporal. El desarrollo del socialismo internacional movió al pontificado a elaborar una doctrina social católica, expuesta desde los días de León XIII en numerosas encíclicas. Los reinados de Pío XI y Pío XII fueron de impulso doctrinal e investigador, apostolado misional y devoción, línea que se mantuvo en las sesiones del último concilio ecuménico, el Vaticano II. En julio de 1988 se produjo un cisma temporal en el seno de la Iglesia católica provocado por el arzobispo francés Marcel Lefebvre, al ordenar a cuatro obispos sin el mandato del papa Juan Pablo II, que lo excomulgó.
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