ERA el año 1866, año de la revolución fallida. Los liberales hubieron de ocultarse nuevamente, los ciudadanos aprendieron de nuevo a bajar el tono de la voz y de la idea en los lugares públicos, especialmente en aquel café de La Iberia más que vigilado por los policías de turno, y al que Galdós, con otros contertulios, se atrevió a ir, pasados bastantes días de la tragedia. Era otro Galdós. Como si aquel golpe hubiera sido el primer aviso de madurez, lección que Galdós aprovechó sobre la marcha para decidir de una vez su destino: escritor. Aún no sabía de qué. Le gustaba el teatro. De lo que sí estaba seguro era de querer dejarlo todo para escribir.
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