IX. Miguel Ángel, íntimo

Enemigos reales y enemigos imaginarios

Como les sucede a todos los hombres de gran valía, tuvo Miguel Angel que habérselas con infinidad de enemigos, envidiosos de su arte y de su prestigio, que hubieran querido hundirle a toda costa. El primero de ellos fue, como se recordará, Torrigiani, que de un soberbio puñetazo desfiguró de por vida al adolescente Buonarrotti. Mas en modo alguno fue el más poderoso y, menos aún, el más persistente. Por antipático que nos resulte, no admite comparación con un Bramante, grande también en su arte, la arquitectura, ni con el Duque de Urbino, perseguidor infatigable e inclemente en el «drama del sepulcro», que llegó incluso a reclamar a Buonarrotti, como antes apuntábamos, sumas que éste jamás había recibido; tampoco con el Aretino, estilista admirable, inventor de una nueva manera epistolar, satírico y punzante, que si bien en una carta enviada a Miguel Angel cuando éste hallábase trabajando en el Juicio no duda en proclamarle «único como escultor, único como pintor y, como arquitecto único», aparte de dedicarle otros mil halagos y cumplidos y de pedirle sin rebozo que corresponda a su devoción con el don de algún fragmento, aunque fueran dos trazos en tiza sobre un pedazo de papel, cosa que estimaría más que todas las copas y cadenas que le dieron príncipes y reyes, no vacila, despechado al no ver atendida su demanda, en arremeter contra el artista criticando los frescos del Juicio Final por considerar la pintura «licenciosa y posible piedra de escándalo para los luteranos, en razón de la impúdica exhibición de la desnudez de personas de ambos sexos en el cielo y en el infierno». Puso todo su empeño y su malignidad, que no era poca, en herir la sensibilidad del artista y, desde luego, en despertar sospechas sobre sus condiciones morales y religiosas.

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