Niebla 27
NieblaXXVII de Miguel de Unamuno Empezó entonces para Augusto una nueva vida. Casi todo el día se lo pasaba en casa de su novia y estudiande no psicología, sino estética. ¿Y Rosario? Rosario no volvió por su casa. La siguiente vez que le llevaron la ropa planchada fue otra la que se la llevó, una mujer cualquiera. Y apenas se atrevié a preguntar por qué no venía ya Rosario. ¿Para qué, si le adivinaba? Y este desprecio, porque no era sino desprecio, bien lo conocía y, lejos de dolerle, casi le hizo gracia, Bien. Bien se desquitaría él en Eugenia. Que, por supuesto, seguía con lo de: «¡Eh, cuidadito y manos quedas!» ¡Buena era ella para otra cosa! Eugenia le tenía a ración de vista y no más que de vista, encendiéndole el apetito. Una vez le dijo él: –¡Me entran unas ganas de hacer unos versos a tus ojos! Y ella le contestó: –¡Hazlos! –Mas para ello –agregó él– sería conveniente que tocases un poco el piano. Oyéndote en él, en tu...
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